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SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, CHIAPAS, Mexico
MIS LIBROS: Olivos y Acebuches (cuento), Con un padre me basta (novela), Hablarán nuevas lenguas (poesía),Mar de cristal transparente (novela), Muy Intimos Quadernos (novela), Siete casos en busca de un psicólogo

viernes, 25 de noviembre de 2011

Antonieta y Rosario


Desde hace tiempo me han sorprendido mucho las cartas publicadas (post mortem, desde luego) de Rosario Castellanos a su amado Ricardo y de Antonieta Rivas Mercado al pintor Manuel Rodríguez Lozano.

Dos mujeres mexicanas, casi contemporáneas, Antonieta nació en 1900 en la Ciudad de México y Rosario en 1925. Por un lado, Antonieta era una niña rica del Porfiriato y sus padres no querían que se educara en semejante subdesarrollo por lo que hicieron de París su segundo hogar, allí creció Antonieta y se educó, mientras que Rosario Castellanos pasó su infancia y su adolescencia en Comitán, Chiapas. Con destinos tan dispares, sin embargo, ambas tuvieron un gran amor patrio que las llevó a trabajar hasta extenuarse por el bienestar de su país, Rosario en medio de los indígenas a cuya educación y defensa se avocó y como prolífica escritora que denunciaba todos los abusos sociales que veía, Antonieta como mecenas de todos los jóvenes artistas de esa época: músicos, pintores, escritores y, finalmente como política en la campaña de José Vasconcelos en cuyas ideas demagógicas ella creía más que él.

El gran amor de Rosario Castellanos: el filósofo Ricardo Guerra.

El gran amor de Antonieta Rivas: el pintor Manuel Rodríguez Lozano.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Tiempo de payasos


¿Te acuerdas de los payasos? Te daban miedo y en aquel lugar, que era el Mundo de los Payasos, había muchos que caminaban por callecitas, se trepaban en bardas para hacer payasadas, jugaban con pelotas y hacían malabares. ¡Aquí los payasos andan sueltos!, me dijiste aterrorizada, y tu carita de niña de tres años veía con pavor las grandes bocas pintadas en las caras con colorete y flecos de estambres verdes. Te abracé y te sostuve en mis brazos sin saber qué hacer porque tu hermana estaba encantada corriendo por todos los lugares del Mundo de los Payasos. Habría querido decirte que a mí los payasos en vez de miedo me daban pena y que a aquella que te espantaba yo hubiera querido preguntarle cosas. Era una mujer payaso, ¿te acuerdas? No podemos decir que era una payasa porque esa palabra femenina en nuestro idioma está muy desvirtuada y ya no se refiere a un oficio honorable que es hacer reír a la gente, especialmente a los niños (y más bien, a casi todos porque tú eras la especial excepción). Payasa quiere decir que se comporta de manera tonta, que dice cosas sin sentido, que vive para quedar bien con los demás. Ella, entonces, era una mujer payaso y se acercó a ti para darte un globo y para hacerte reír, tú no tomaste el globo y empezaste a llorar y a apretar con más fuerza tus manitas en mi cuello; la mujer payaso se fue, apenada. Yo le dije: no te preocupes, la niña tiene miedo; pero realmente, como te digo, habría querido preguntarle si de verdad quería reír todo el día, si no tenía ese día una tristeza o un dolor que le impidiera reír de verdad, habría querido saber si ese día y otros más sentía obligación de reír.


Cuando yo era pequeña, después de una tarde de circo y a la salida de la función vi a un payaso que hoy, a mis más de cincuenta años de edad, recuerdo tan vívidamente como si lo tuviera frente a mí. Estaba en su casa-vagón, sentado frente a una mesita donde tenía todos los coloretes y pelucas que usaba, los codos en la mesa y las manos en la cara chorreada de lágrimas. Aún tenía puestas la peluca amarilla y la nariz roja de hule y no se daba cuenta de que yo lo miraba ni tampoco le importaba porque sollozaba fuertemente, las lágrimas le escurrían por la cara pintada y, en un momento dado, acomodó los brazos en la mesa y recostó en ellos la cabeza para seguir sollozando. Mi madre me arrancó de la visión y, en el camino de regreso, yo les conté a ella, a mi papá y a mis hermanos lo que había visto y les dije de lo triste que yo también estaba. Mis padres se quedaron callados y nunca supe si me comprendieron y menos si comprendieron al payaso, mis hermanos se rieron como si la fiesta aún no hubiera terminado, como si lo que dije hubieran sido payasadas.


Del Mundo de los Payasos hoy recuerdo tus brazos en mi cuello, tu pequeña cabeza en mi hombro.

viernes, 11 de noviembre de 2011

La mujer invisible


Cuando me vine a vivir a Chiapas mi padre, que aún vivía, se llenó de tristeza. Dicen que tenía un mapa de México donde marcó la distancia entre la Ciudad de México y San Cristóbal de Las Casas y solía recorrerla con el dedo para sentir menos la lejanía. Mi nieta Natalia se fue a vivir a Uruguay recientemente y hoy estoy haciendo yo un mapa mucho más grande que el de mi papá para unir la gran distancia con una línea imborrable, porque cada vez que la recuerdo me lleno de tristeza, cada vez que cocino brócoli (que es su favorito) lloro en la cocina. Cada vez de Nati en mis recuerdos.

La última vez que nos vimos fue en el verano pasado, aquí en Chiapas y durante ocho inolvidables días. En ese entonces sellamos el pacto de nuestras semejanzas: nos gusta lo cursi y lo sentimental, nos gustan los libros, las dos somos escritoras, nos gusta cenar frente a la tele y también nos gustan los mismos collares, pulseras y perfumes; por otro lado, nos chocan las Barbies y que la gente no nos demuestre que nos quiere. También nos amamos en nuestras diferencias: a Nati le gustan los disfraces como a su prima Poli y a mí no, a las dos les gustan el circo y las ferias y a mí no, pero a las tres nos encanta jugar a las comiditas con los muñecos y tener muchos trastecitos y también nos gustan los zapatos rojos (bueno, bueno… y pensar que yo me reía de las abuelas cuervas enamoradas de sus nietos).

viernes, 4 de noviembre de 2011

El judío errante

Imagen: grabado de David Shankborne


Mi abuelita era una mujer muy sabia y entre más vieja se hacía sus consejos emanaban de la más profunda experiencia de vida de una mujer inteligente. Nos contaba muchas cosas y una de ellas era la historia de El Judío Errante quien, según cuenta la Historia Sagrada, era un judío condenado a vagar sin poder descansar como castigo por haber insultado a Cristo el día de su crucifixión. El judío camina desde entonces y en algún lugar del mundo debe andar porque además tiene encima otra maldición: no puede morir. Mientras camina se lamenta, le duele la conciencia, pero no puede nunca realmente desahogar su dolor.

Un día en que yo estaba “llena de trabajo”: escolar, de mi coche, de mi trabajo, de mi casa, de mis mil pendientes y no quería parar ni para comer, mi abuelita me dijo: “Pareces el judío errante, hija, ya siéntate de una vez para que llores”. Y me llevó de la mano a un sillón de la sala y se sentó conmigo y sucedió como dijo: lloré y lloré por mucho tiempo y, poco a poco, después pude irle contando lo que me pasaba. Mi abuelita no sabía que la actitud “judío errante” se llama mecanismo de defensa de evasión, pero ni falta le hacía porque sabía reconocer lo que había detrás de nuestra hiperactividad.