¿Te acuerdas de los payasos? Te daban miedo y en aquel lugar, que era el Mundo de los Payasos, había muchos que caminaban por callecitas, se trepaban en bardas para hacer payasadas, jugaban con pelotas y hacían malabares. ¡Aquí los payasos andan sueltos!, me dijiste aterrorizada, y tu carita de niña de tres años veía con pavor las grandes bocas pintadas en las caras con colorete y flecos de estambres verdes. Te abracé y te sostuve en mis brazos sin saber qué hacer porque tu hermana estaba encantada corriendo por todos los lugares del Mundo de los Payasos. Habría querido decirte que a mí los payasos en vez de miedo me daban pena y que a aquella que te espantaba yo hubiera querido preguntarle cosas. Era una mujer payaso, ¿te acuerdas? No podemos decir que era una payasa porque esa palabra femenina en nuestro idioma está muy desvirtuada y ya no se refiere a un oficio honorable que es hacer reír a la gente, especialmente a los niños (y más bien, a casi todos porque tú eras la especial excepción). Payasa quiere decir que se comporta de manera tonta, que dice cosas sin sentido, que vive para quedar bien con los demás. Ella, entonces, era una mujer payaso y se acercó a ti para darte un globo y para hacerte reír, tú no tomaste el globo y empezaste a llorar y a apretar con más fuerza tus manitas en mi cuello; la mujer payaso se fue, apenada. Yo le dije: no te preocupes, la niña tiene miedo; pero realmente, como te digo, habría querido preguntarle si de verdad quería reír todo el día, si no tenía ese día una tristeza o un dolor que le impidiera reír de verdad, habría querido saber si ese día y otros más sentía obligación de reír.
Cuando yo era pequeña, después de una tarde de circo y a la salida de la función vi a un payaso que hoy, a mis más de cincuenta años de edad, recuerdo tan vívidamente como si lo tuviera frente a mí. Estaba en su casa-vagón, sentado frente a una mesita donde tenía todos los coloretes y pelucas que usaba, los codos en la mesa y las manos en la cara chorreada de lágrimas. Aún tenía puestas la peluca amarilla y la nariz roja de hule y no se daba cuenta de que yo lo miraba ni tampoco le importaba porque sollozaba fuertemente, las lágrimas le escurrían por la cara pintada y, en un momento dado, acomodó los brazos en la mesa y recostó en ellos la cabeza para seguir sollozando. Mi madre me arrancó de la visión y, en el camino de regreso, yo les conté a ella, a mi papá y a mis hermanos lo que había visto y les dije de lo triste que yo también estaba. Mis padres se quedaron callados y nunca supe si me comprendieron y menos si comprendieron al payaso, mis hermanos se rieron como si la fiesta aún no hubiera terminado, como si lo que dije hubieran sido payasadas.
Del Mundo de los Payasos hoy recuerdo tus brazos en mi cuello, tu pequeña cabeza en mi hombro.