Datos personales
- GUADALUPE OLALDE
- SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, CHIAPAS, Mexico
- MIS LIBROS: Olivos y Acebuches (cuento), Con un padre me basta (novela), Hablarán nuevas lenguas (poesía),Mar de cristal transparente (novela), Muy Intimos Quadernos (novela), Siete casos en busca de un psicólogo
lunes, 24 de febrero de 2014
Y EL VOLCÁN EXPLOTÓ
Cada vez que veo y escucho noticias sobre el Popocatépetl y sus humos y sus cenizas y la alerta amarilla y luego de otros colores recuerdo Pompeya porque, aunque yo nunca he estado allí, soy especialista en Pompeya y el Vesubio. La tragedia del volcán destruyendo esa maravillosa ciudad me ha quedado de muy personal manera en el alma desde que viví la ayuda a los damnificados de San Juanico, la población que fue arrasada por el gas y el fuego de la planta de Pemex y, como sucede en este país con los poderosos, nunca apareció el culpable de la falla que ocasionó la Pompeya Mexicana. Pompeya en Italia fue víctima de un desastre natural. San Juan Ixhuatepec en México fue víctima de negligencias humanas y corrupción que las escondió.
Ayer vi la película comercial sobre Pompeya, muy hollywoodense, con mucha sangre y peleas, muchas fugas extraordinarias del fuego, romance por supuesto, y gladiadores y romanos dándose con las espadas mientras la ciudad se quema, eso sí es como de Disneyland porque la gente en esas situaciones no se pelea con nadie, solo huye, pero en fin, el pueblo en el cine se divierte y les aplaude a los buenos, que son los que ganan. Sin embargo y, gracias ahora a las computadoras, las escenas de la ciudad y el mar con su volcán de fuego son espectaculares y el mensaje es el mismo que en los documentales de Discovery y en los libros de historia: en cualquier día de trabajo, paseo, fiesta o lo que sea del día, pueden tú y tu mundo quedar destruidos en un momento. Y eso es lo que yo tengo grabado en el alma desde el día en que vi San Juanico como quedó Pompeya: con humanos calcinados en el momento mismo de alguna de sus actividades cotidianas, los unos abrazados, los otros corriendo, los otros tirados en el suelo protegiendo su cabeza con los brazos o protegiendo a sus hijos con su cuerpo.
lunes, 17 de febrero de 2014
LOS NINIS
http://ticsyformacion.com |
El blog de hoy con especial dedicatoria y admiración a Poncho, Mauricio y Mario Aurelio y a todos los jóvenes como ellos.
Empiezo diciendo que el fenómeno de los NINIS: jóvenes que NI estudian NI trabajan es mundial, es un fenómeno de nuestros tiempos, como las generaciones rebeldes y contestatarias de los años 60s: otro fenómeno de aquellos tiempos, siempre con una raíz de la que emergen.
A las generaciones de los adultos suelen parecernos equivocadas y dañinas las actitudes de los jóvenes y hoy quiero hablar de los muy jóvenes, de los quinceañeros y veinteañeros que son NINIS. Los he tenido como pacientes y como alumnos y parecen no sufrir, nada les importa, no tienen planes y menos, proyecto de vida. Viven el día presente, se entretienen con las relaciones entre ellos y nada les preocupa ni los hace pensar. El hecho de que estén inscritos en una escuela o en una universidad y acudan diariamente a clases no significa que estudian, se esfuerzan lo mínimo para pasar los semestres sin que sus padres los reprendan, así entonces lo que estudian para el examen de hoy mañana ya lo olvidaron porque no les interesa nada. Los otros maestros tienen las mismas preocupaciones y problemas que yo con ellos, las clases se han convertido en un eterno mirar el reloj tanto ellos como nosotros a ver a qué hora podemos dejar de vernos.
viernes, 7 de febrero de 2014
¡QUIERO MORIR!
elefanteviajero.blogspot.com |
El día que empecé a leer la maravillosa novela de José Saramago, Las intermitencias de la muerte sentí un alivio maravilloso ante su solución con la que empieza la novela: la muerte ha sido decretada muerta, la muerte ya no existe, ya nadie morirá. Confieso haber querido en ese momento ser parte de la sociedad de la novela.
Y empieza así el relato: Al día siguiente no murió nadie.
La sociedad a la que me quise unir en ese momento está feliz porque las personas se dan cuenta que el espectro aterrorizante de la muerte ya no existe, ya no hay que sufrir más por ella. Así entonces, los enfermos no empeoran, los accidentados tampoco, ni tampoco los enfermos terminales porque todos quedan pasmados en un estado de enfermedad que no evolucionará.
Muy al estilo Saramago éste es un problema que afecta a una sociedad como la de aquellos que quedaron todos ciegos (Ensayo sobre la ceguera) y son precisamente problemas sociales los que surgen cuando el orden natural de las cosas cambia totalmente. Empiezan los problemas religiosos porque la Iglesia cae en crisis, si no hay muerte no hay resurrección y ahora ¿qué decimos?, y sigue la crisis de las funerarias que se quedan sin muertos y la de los seguros de vida que todos empiezan a cancelar.
sábado, 1 de febrero de 2014
Mi abuelo y yo
A la memoria de mi abuelo Donaciano
La primera vez que volví a ver a mi abuelo el recuerdo me estorbó porque yo andaba en otros pensamientos. Él estaba allí, tercamente parado, con su sombrero de hongo grande en la cabeza, serio y enojado, como él era siempre. Quise olvidarlo pero fue imposible, él regresaba; cada vez que yo perdía vigilia, él estaba. Llegaba de noche o de mañana, en horas de sueño o de insomnio. En aquel entonces mi abuelo tenía quince años muerto y en realidad y no estaba en este mundo ni como recuerdo, por eso es que volvió.
Una tarde de lluvia lo encontré en mi memoria y por tanta humedad en todos lados -afuera de mí y entre mi cuerpo y mis huesos- sentí necesidad de buscarle los ojos hasta que los encontré: nublados, con agua contenida porque los hombres no lloran. Una sola mirada de un instante y comprendí: mi abuelo no había podido recorrer el camino que dicen que hay tras de la muerte, no había podido cruzar el puente, el túnel y todo eso, no había podido ver la luz. De momento la certeza me causó rabia, ¿por qué a mí? Rezar por él era la consigna: Rezar. Eso nos dijo a los nietos siempre en vida el viejo: hay que pedirle a Dios por los difuntos, cuando yo me haya ido sus oraciones van a acompañarme al otro lado. ¿Lo prometen?, lo prometemos Abuelo Donaciano. Lo prometido es deuda, por ti nos endeudamos. Y no más. Murió el abuelo, se dijeron las misas, se cantaron responsos y alabanzas, se rezaron rosarios y en todos los ritos funerarios recuerdo haber estado perdida en distracciones, en otros pensamientos como siempre. Ahora quince años después, yo tenía que rezar por él y con él para ayudarlo a caminar a su destino, ese era el remedio y esa su petición, lo prometido es deuda.
Mi abuelo era para mí regaños, palizas de bastón, desprecios. Yo fui nieta y no nieto y para un abuelo del siglo pasado las mujeres no servían para nada. Frente a mí prometió como herencia sus tesoros a mis primos: el reloj con la cadena de oro, la escopeta y el bote con monedas... En una lucha me instalé, en un mar de querellas y así pasaron días, semanas, meses sin mis rezos. A mi memoria seguía llegando el viejo con sus ojitos de agua contenida y de tanto mirarlos me ablandé, me hice como esponja mojada, como cara con lágrimas y empecé a andar con él cada vez que me visitaba. Niña fui. Mujer niña soy y te acompaño abuelo aunque a mí no me dejaste nada, sólo me arrancaste (a fuerzas, lo confieso) aquella promesa de la deuda, lo prometido es deuda. ¿Me quisiste?, ¿me quieres?, ¿nos queremos tú y yo?
Larguísimas jornadas caminamos a través de los rezos. Caminamos los dos, juntos los dos y casi sin mirarnos; su sombrero de hongo caído sobre el rostro ayudaba para no vernos. Larguísimas jornadas, pesadas por interminables porque los profundos rencores me jalaban a desandar lo andado. Las mujeres no sirven para nada, ¿y a mí no vas a heredarme nada abuelito? A las mujeres no, que les dé su marido cuando tengan. A ti Nada. Sin embargo... la mirada tristísima de mi abuelo me empuja a empujarlo a través del puente y del túnel que hay detrás de la muerte. Perdónalo Señor, repito muchas veces; rezar se vuelve la costumbre, a mi lado caminan las ánimas en trance, sus débiles quejidos de noche me sacan de mis sueños y de día distraen mis pensamientos. Rezar por él se vuelve rutina entre mi sangre y en agua y sangre se van diluyendo los recuerdos: el bastón, las palizas, los regaños.
Me abandonó. Lo abandoné. Un día se me perdió y ni cuenta me di porque, como dije, yo andaba siempre en otros pensamientos. Rezar era costumbre y todos los muertos gozaban de mis rezos porque el abuelo ya no estaba ni en mis más largas noches de tormentos sin sueño, ni en mis más arduos días de tantos pensamientos. Otra tarde de lluvia tuvo que suceder para que yo me percatara de la pérdida: mi abuelo ya no estaba y yo tenía un dolor nuevo entre mi pecho, lo extrañaba. Ese día quise volver a ver sus ojitos tristes con sombrero de hongo coronándolos: pero él ya no estaba. La mirada tristísima del viejo se me había hecho sombra que de día y de noche me acompañaba sin que yo lo notara. Las sombras no se ven, tan sólo se adivinan y esa tarde la adiviné con todas las fuerzas de mi alma para verlo de nuevo: pero él no estaba.
Fue una noche. Una espantosa noche en que me vi envuelta en un asesinato del que yo no era culpable, y es que yo no sería capaz de matar a nadie aunque los curas digan que también se mata con las palabras. No, yo no podía ser culpable pero la gente lo creía y yo, aterrada, empezaba a dudarlo porque turbas de gente venían para apresarme, aniquilarme y un escalofrío de muerte me recorría el cuerpo entero. Y allí yo me revolvía entre las sábanas sin poder darme cuenta que soñaba. De pronto: EL. Del más profundo fondo de ese sueño salió el viejo con blanquísima camisa nueva y sin sombrero, sin el sombrero viejo de hongo que le tapaba la mirada. Radiante estaba el viejo, irreconocible, hermoso.
Me vio, lo vi.
Entonces el viejo vino y me abrazó y así, aferrada a su cuerpo yo pude huir de la espantosa turba que me acosaba. Caminamos de prisa, abrazada yo a él, mi única esperanza. Y sucedió: todo el amor guardado me envolvió, ya no hubo entonces más recuerdos tristísimos de rencores pasados. El calor de su pecho era cobijo cálido y no había más, ni gente tras de mí, ni miedo, ni tristezas. Alcé la cara para verlo de nuevo y encontré sus ojitos mirándome con fuerza.
Ya no eran ojos de agua contenida, eran de sol.
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