Hace años y cuando yo estudiaba la Preparatoria en un colegio de monjas, yo tenía quince años y me sentía lo suficientemente madura para refutar aquello de que el infierno es un lugar con llamas donde la gente mala se quema, un lugar de sufrimiento eterno. Cuando lo dije en la clase de Religión fui regañada y, gracias a Dios, ya en esos tiempos no había Inquisición de la que sí quemaba a la gente y por eso sólo fui humillada por no creer en lo que Dios dice. Fue en ese tiempo también que yo conocí a Franz Kafka quien fue una revelación extraordinaria para mí porque al leer La metamorfosis me vine a enterar que los escritores podían decir lo que quisieran, podían mostrar la realidad que ellos inventaban o veían, o en la que creían, porque Gregorio Samsa, el personaje de Kafka, simplemente se levanta una mañana de su cama, pero no se levanta sino que se cae de la cama porque ya no es un ser humano sino un gran cucaracho. En aquel entonces yo ya era escritora y sabía que lo sería para toda mi vida así es que escribí un cuento que mandé a un concurso, el cuento se llamaba "El infierno" y fui inmensamente feliz al recrearme con palabras en un infierno sin llamas ni diablos, en un infierno donde el alma solamente vagaba buscando eternarmente algo que no encontraba. Gané el concurso y fui por un tiempo el orgullo de la escuela: la niña escritora, sin mencionar, claro está, que la niña escritora era rebelde a lo que enseñaba la Iglesia Católica.