La que quede más cerca de tu casa, decía mi papá (y lo peor
es que tenía razón)
Cuando yo tenía 18 años mi
mamá me consiguió mi primer trabajo aunque yo no se lo había pedido, pero ella
no se andaba con consideraciones y sabía que empezar a trabajar a edad temprana
era lo mejor. Yo estudiaba Letras en la UNAM y realmente no tenía ni tiempo
para comer tratando de llegar a clases después del trabajo.
Sin embargo, el trabajo era
como maestra de escuela de primaria en un lugar sacado del otro mundo, de un
mundo para mí futuro, novedoso y maravilloso, una “escuela activa” que en
esos tiempos era más que de vanguardia en la Ciudad de México: el Centro
Educativo Albatros, ¿por qué no recordarlo con todas sus letras a más de 30 años
de distancia? Era, para mí, el Mundo Feliz de Huxley.
Albatros era, como digo, otro
mundo: en Albatros no hay tareas, en Albatros no se hacen filas porque no es
escuela militar, en Albatros se toman en cuenta el esfuerzo y la capacidad de
cada niño, no hay calificaciones estandarizadas, se educa para la vida, se
toman acuerdos en asambleas, las calificaciones que se ponen en rojo son las de
MUY BIEN, no se califica con números porque eso es absurdo, en Albatros hay
atención psicológica y escuela para padres, en Albatros los niños faltan a la
escuela cuando sus padres les dan permiso, en Albatros la lectura es la
principal materia y en Albatros hasta el niño más pequeño tiene derecho de
opinar. Y yo, víctima cautiva de las escuelas de monjas desde preescolar, pues
estaba más que fascinada en el “mundo feliz”; allí aprendí lo que es para mí
todavía la verdadera pedagogía, la lógica más lógica de la educación.
Han pasado muchos años y tuve
que regresar al mundo de los colegios tradicionales desde que dejé aquel mundo.
Vi a mis hijos preocupados, o luchando, o frustrados porque en su escuela los
etiquetaron con un número y ese número venía en su boleta en rojo fosforescente
para que el regaño les llegara antes de que sus padres pudieran percatarse del
anhelado 10 en Matemáticas que por fin habían logrado; me encontré a mí misma
muchas veces falsificando justificantes médicos para el día en que habíamos
decidido ver a los abuelos en vez de ir a la escuela; los abuelos, claro está,
ya no duraron muchos años, pero en nuestros corazones aún parpadean las faltas
de asistencia y de puntualidad y de disciplina con las que tanta veces nos etiquetaron de irresponsables.