Confieso haberme enamorado de España en libros, mapas y fotografías, en la historia de Mio Cid, en las cabalgatas de Don Quijote, en la poesía de los Místicos y en el teatro del Siglo de Oro. Desde siempre reconocí que mi sangre mexicana era de la Nueva España. La primera vez de España en mi alma mexicana todo me supo a reencuentro; pasear por las calles de Madrid resucitó en mí los orígenes y alimentó la pasión recóndita que me ha llamado siempre hacia esa tierra. Los palacios, iglesias y conventos me dijeron más de mí misma que de un país ajeno. Encontré a los españoles cálidos y amigables: hermanos.
Después de Madrid: Andalucía. Conocer la cultura árabe, origen de mi más lejano origen también fue gozo inmenso. Los palacios árabes con recintos enmarcados en arcos de encaje me saben tan sagrados como los sitios mayas plenos de estelas y finísimos glifos; los rostros de los santos en pinturas de templos son tan capaces de hablarme íntimamente como los rostros indios de guerreros de piedra. Las mezclas de las sangres ¿qué son?, ¿en qué perdido lugar de la conciencia de los pueblos se tejen esos lazos? Y allí también, los españoles hermanos de los mexicanos, los españoles cálidos y amigables.
En ese tiempo no recuerdo que a los árabes los expulsaron de España, que los españoles renegaron de su sangre árabe y quisieron seguir soñando que su raza era pura y que ningún hibridismo los había contaminado, “sentimiento nacional” se llama. De lo que sí me doy cuenta es de que México es un hijo de la Madre Patria, es Nueva España, es un país lejano con raíces en las calles de estas ciudades habitadas por hermanos.
En mi segunda estancia: Barcelona, una ciudad hermosa y rara a la orilla del mar. Barcelona es preciosa, me dijeron. Barcelona es una ciudad maravillosa, me repitieron, y en Barcelona encuentro, aunado a su belleza innegable, un espíritu rebelde e innegable también que no concuerda conmigo. Aquí siento que los españoles ya no son tan cálidos y amigables, tan hermanos; sin embargo: la sangre. En cualquier calle escucho música mexicana y vuelvo a sentirme en casa, en España, como una nueva hija de la Vieja España.
Dicen que a los mexicanos nos persigue la maldición de la Malinche, el bíblico pecado de adorar al extranjero. En el México de hoy lo rubio brilla como el oro, brilla la lengua inglesa: OK, no pasa nada. Así debieron brillar en el alma de los indios malinches las palabras castizas de cinco siglos antes: “sí señor, mi señor, mi casa es vuestra casa”. ¿Qué casa busco yo en España?, ¿a qué hogar me arrastran las palabras de la lengua española?, ¿a qué orígenes me llaman los templos, la comida, el gozo de vivir, las caras de los santos, los reyes retratados en pinturas?
Desde esta estancia no son Miró y Gaudí lo más alucinante, lo es la mezcla del tabaco y el vino, del olivo y el azúcar de caña.
Tercera estancia: un año para vivir España y después de los primeros meses empiezo a encontrar a Guanajuato en Córdoba, a las casas coloniales de Puebla en las casas de cualquier ciudad de España, a mis calles y a mis plazas. También encuentro una triste novedad que se llama el resquemor de la desconfianza. Y es que los españoles cálidos y amigables, los hermanos, ahora ya no se me acercan tan fácilmente: me miran, me tantean, se cuidan de mí, mujer que viene de otro mundo para quedarse en éste y que debe pertenecer al caudaloso río de inmigrantes que se han establecido definitivamente en esta tierra. Y es que de allende el mar la gente de Perú, Ecuador, Colombia, ha encontrado en esta orilla un asidero para pasar el resto de la vida: mismo idioma, costumbres similares, ¿misma sangre? Hoy comparten los edificios para vivir con los españoles, los niños comparten las escuelas, todos comparten el transporte público, las calles, las ciudades completas. Una sombra funesta amenaza a los españoles cálidos y hermanos: la inmigración. Empieza el resquemor, crece la desconfianza, se afianza la discriminación: “Urge la ley para regular las entradas al país”. América española invade, con su presencia hiere.
En los cines de Madrid se estrena una película de Almodóvar. En el cine pueden asomar los sentimientos porque está la sala oscura, por eso oigo lágrimas como las mías cuando desde la pantalla suena un canto tristísimo:
Dicen que por las noches nomás se le iba en puro llorar. Al cine no van los inmigrantes, es muy caro para ellos.
Dicen que no comía, nomás se le iba en puro tomar. El albañil ecuatoriano trabaja duro para tener el dinero con el que traerá a España a su esposa y a sus niños que podrán estudiar y tener un futuro mejor que el de sus pobres padres que hoy emigran, se alejan, no pueden ir al cine, trabajan más que otros, temen enfermarse, quedar en paro, no comer…
juran que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto. Los españoles hermanos lloran en el cine porque algo los llama y, aunque no sepan ni de dónde ni cómo sale la música, música mexicana es y en ella se reconocen: misma pasión, mismo, dolor, misma sangre.
A los vagones del metro suben constantemente cantores y músicos improvisados: gitanos rumanos, peruanos y ecuatorianos. Difícilmente les dan dinero. Una mañana de metro sube al vagón un hombre ecuatoriano, guitarra en mano y con el dolor a cuestas de la esposa y los hijos que dejó al otro lado del Atlántico canta
Probablemente ya de mí te has olvidado y mientras tanto yo te seguiré esperando. Reconozco a Juan Gabriel, pero no puedo reconocer la emoción en los rostros porque los españoles en el metro se rinden a la música mexicana, sienten, se viven plenamente en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente. Dos estaciones del tren y el cantor acaba; ante mi asombro casi todos le dan dinero al hombre ecuatoriano con corazón mexicano prestado esa mañana. La misma sangre, los españoles hermanos por esta vez. Por esta sola vez de viaje en metro la más reaccionaria señora le da cincuenta céntimos de euro al hombre de la guitarra, se le olvida,
se me olvidaba que ya habíamos terminado.
Mientras España se reinventa yo reinvento a España en el fondo de mi alma. Yo esperaba sólo lo mismo de años anteriores: calidez, apoyo, el cariño de siempre; no esperaba encontrar también al resquemor naciente y
probablemente estoy pidiendo demasiado…
En los tiempos de la conquista de América Isabel la Católica debe haberse sentido feliz cuando expulsó al último moro de Granada: Boabdil; a ese moro su madre no lo dejó llorar, lloras como mujer lo que no supiste defender como hombre, le dijo. Aquí en la España de hoy los moros se siguen asentando en compañía de indios americanos y por eso reviven Isabel y el sentimiento nacional. Al amparo de ella todos debemos olvidarnos de aquellos pobres españoles que en tiempos de guerra civil y de miseria encontraron cálido asidero es países hermanos, allende el mar.
Mientras. Aquí. El inmigrante llora en el aeropuerto de Barajas, la niña mora llora en el colegio de Madrid, el pueblo español llora un miedo resucitado. ¿Y quién llora más: Boabdil, el latinoamericano, el moro de hoy, los hijos y nietos argentinos, mexicanos, cubanos del español hermano? En la pantalla de Almodóvar sigue llorando la paloma y a todos nos arrastran el desencuentro y las pasiones,
ay, ay, ay, ay, ay… cantaba, de pasión mortal, moría.