Yo era una niña de escuela de monjas, así lo decidieron mis padres pensando que me aislaban de una realidad nacional que no les gustaba del todo. A mis hermanos y a mí nos metieron a una campana de cristal para librarnos del mundo. De la escuela de monjas pasé a la universidad católica: la Ibero, la de niños y niñas “bien” y era una enorme campana de cristal también, o al menos eso esperaban mis padres porque una tarde hubo un mitin en el auditorio, un mitin político que, antes que nada, despertó mi curiosidad porque yo no los había visto ni por televisión y además, fue un parteaguas en mi vida. Frente a la multitud de “niños bien”, que a lo mejor fueron por las mismas razones que yo, estaba una banda de estudiantes desarrapados que venían de las universidades y preparatorias públicas, pero, sobre todo, venían del 2 de octubre: de la noche de Tlatelolco. Ellos relataron para nosotros cómo había empezado el movimiento de estudiantes y pueblo y cómo se fueron juntando de a poco y de a muchos hasta que eran miles reunidos en la Plaza de Tlatelolco.
Recuerdo que hablaban desde el corazón, puedo verlos de nuevo y oír sus palabras cortadas por un llanto reprimido: injusticia social, Gobierno corrupto, asesinatos, homicidio, represión, violación a los derechos humanos, pobreza en el país, hambre, miseria, cinismo de los poderosos… y, sobre todo, que ya no debíamos soportar más como pueblo, que ese era el momento de demandar,
Presidente: que la Nación te lo demande. Y que la Nación éramos todos. Dijeron “por eso estamos aquí, para invitarlos a que se unan a nuestra causa, a la causa del pueblo mexicano que somos todos”; yo, me dijo mi compañera, no entiendo esto ni me importa porque nunca he sido pobre ni voy a serlo y si hay gente que no tiene nada pues qué pena, si de esto se trata ser mexicana pues me declaro gringa y ya.