Se llamaban plumas atómicas y los niños de mis tiempos podíamos usarlas hasta 4 de primaria cuando ya éramos lo suficientemente grandes y diestros como para no tener que estar borrando en el cuaderno; era un grandísimo orgullo tener plumas atómicas en la escuela y, por supuesto, poníamos mucho más cuidado en lo que hacíamos para no tener que cometer errores.
Yo llegué a la Universidad con mis plumas atómicas en mi mochila y ni entonces supe ni lo sé ahora por qué se llamaban así, pero hacían clic clic al apretarles el botón para que apareciera o desapareciera la punta con tinta; eran simplemente maravillosas. Nunca olvidé a los nobles lápices que siempre nos permiten deshacer con facilidad nuestros errores y por eso también los llevaba siempre y eso fue mi salvación en un día aciago del que hoy me río muchísimo; mi Facultad de Filosofía y Letras era realmente un perpetuo carnaval: Juan José Arreola por los pasillos con unas capas de vampiro, Juan Rulfo siempre escondido tras el escritorio porque era muy tímido, el poeta Luis Rius con sus clases repletas porque era guapísimo y buen poeta, claro, y la verdadera escencia del aprendizaje en los pasillos y en la cafetería.