Se llamaban plumas atómicas y los niños de mis tiempos podíamos usarlas hasta 4 de primaria cuando ya éramos lo suficientemente grandes y diestros como para no tener que estar borrando en el cuaderno; era un grandísimo orgullo tener plumas atómicas en la escuela y, por supuesto, poníamos mucho más cuidado en lo que hacíamos para no tener que cometer errores.
Yo llegué a la Universidad con mis plumas atómicas en mi mochila y ni entonces supe ni lo sé ahora por qué se llamaban así, pero hacían clic clic al apretarles el botón para que apareciera o desapareciera la punta con tinta; eran simplemente maravillosas. Nunca olvidé a los nobles lápices que siempre nos permiten deshacer con facilidad nuestros errores y por eso también los llevaba siempre y eso fue mi salvación en un día aciago del que hoy me río muchísimo; mi Facultad de Filosofía y Letras era realmente un perpetuo carnaval: Juan José Arreola por los pasillos con unas capas de vampiro, Juan Rulfo siempre escondido tras el escritorio porque era muy tímido, el poeta Luis Rius con sus clases repletas porque era guapísimo y buen poeta, claro, y la verdadera escencia del aprendizaje en los pasillos y en la cafetería.
Yo era una estudiante de Letras de 2 semestre y, si algo me gustaba de la UNAM era que para las materias que necesitábamos llevar por semestre había por lo menos cuatro opciones en cuatro diferentes horarios y con cuatro diferentes maestros, simplemente: un lujo. Para una materia relacionada con poesía uno de los maestros era el poeta Ernesto Mejía Sánchez, nicaragüense, sí, nicaragüense como yo que nací en Managua por accidente y me encanta decirlo aunque soy mexicana. Eso era todo, yo me inscribí en ese curso.
El primer día de clases corroboré que un buen poeta podía ser todo lo desaliñado que quisiera, con la barba crecida, vestido de todos colores, con mal genio y con lo que hoy diríamos poca inteligencia social; pero era un poeta y si nos leía su poesía ya nada importaba en esas horas, sólo Mejía Sánchez y sus poemas.
Un día teníamos examen con él porque tenía que haber exámenes aunque a él le parecían estúpidos (yo quería decirle que a mí también pero no me atreví). Sacamos nuestras hojas y nuestras plumas atómicas y en eso él, enfurecido, se levantó de su silla y gritó: ¡AQUÍ NADIE VA A USAR PLUMAS ATÓMICAS PORQUE YO FIRMÉ UN TRATADO CONTRA LAS ARMAS ATÓMICAS! Nosotros nos mirábamos incrédulos, nos reíamos y le seguíamos la broma?, por lo pronto no hicimos caso e intentamos seguir escribiendo y él se enfureció más y dijo: EL QUE USE PLUMA ATÓMICA ESTÁ REPROBADO!!! Entonces entendimos que iba en serio, el maravilloso poeta, pues también era un chiflado y si eres poeta todo se vale.
Yo traía mi lápiz, pero muchos de mis compañeros no y entonces se empezaron a salir del salón algunos. Se oía un lamento común: ¡préstenme un lápiz por favor, aunque sea un bicolor!, y a mí una niña bañada en lágrimas porque había estudiado toda la noche me dijo: te compro tu lápiz, pídeme lo que quieras. Pero no se lo vendí porque yo también había estudiado mucho.
Más de la mitad de mis compañeros reprobaron ese examen y unos dejaron el curso; yo amaba al poeta chiflado y me quedé, pero siempre con el miedo de no saber qué más tratados habría firmado. Hoy por fin puedo reírme mucho de este suceso, Don Ernesto ya está en la paz de Dios desde hace muchos años y yo conservo una pluma atómica en mi escritorio.
Qué bonito. A veces pienso que la responsabilidad de los maestros es justamente la de hacerse cuestionar a los alumnos sobre los límites y las reglas del mundo en general, empezando por lo que se concibe como un comportamiento "cuerdo" dentro del salón de clases.
ResponderEliminarMuy bonito y que suerte tener esos profesores
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