La situación de nuestros indígenas mexicanos tiene muchos rostros para mostrarnos como ya lo relaté en mi narración anterior. Hoy quiero hablar de una cara de este escenario que pocos conocen y que es increíble, pero cierta. Esta es OTRA HISTORIA:
En el año 2005 fue creada en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas una sede de la Universidad Intercultural como respuesta a la definición de México como “un país pluricultural y multilingüe” y con el objetivo de impartir una educación universitaria intercultural que además diera un impulso especial a las lenguas indígenas para revitalizarlas. En realidad se creó una Universidad Indígena en la cual se sobrevalora a los hablantes de lenguas indígenas, así como a la supervivencia de éstas que, por un desarrollo histórico natural, serán lenguas muertas en un corto tiempo, si se respeta la íntima voluntad de los jóvenes indígenas. Sin embargo, a los antropólogos les gusta mantener estos escaparates y a nuestra Secretaría de Educación le parece muy lucidor lo de conservar (a como dé lugar) las lenguas que ya los jóvenes indígenas no quieren hablar.
Entiendo, claro que entiendo, que se perderán no sólo las lenguas sino también toda una concepción del universo, toda una manera de pensar e incluso de sentir. Se perderán culturas y será una gran pérdida, pero yo apuesto por las personas, me interesan más.
En aquel tiempo yo tuve oportunidad de formar parte de un equipo de trabajo de la Universidad Intercultural. Éramos tres personas: todos directivos, aunque yo estaba en el organigrama por encima de los otros dos; uno de mis compañeros de equipo era un indígena tzotzil que había tenido muchas oportunidades de educación pero seguía fiel a sus “usos y costumbres”. Para los indígenas tzotziles las mujeres no son realmente personas, las hijas se entregan a sus maridos a cambio de tierras, dinero o animales; las mujeres no tienen derecho a estudiar y menos a opinar o a pensar por sí mismas. Por otro lado, he visto que ninguna educación formal ni en el país ni en el extranjero los libra de un resentimiento social ancestral que aún cargan. Así entonces, esta manera indígena de pensar y la interculturalidad, obviamente, no tenían nada en común. La otra persona del equipo era otra mujer, no indígena. En las fotos nos veíamos muy interculturales los tres, pero no era así en la realidad.
Finalmente, ese trabajo, que yo pensé sería una gran oportunidad de desarrollo personal y académico para mí, lo perdí por los “usos y costumbres” del hombre tzotzil que se dedicó a agredirme todos y cada uno de los días que yo estuve allí. Y lo entiendo, si en su cultura las mujeres no son más que bestias de trabajo, tener una jefe mujer deber haber sido para él un insulto para el que no había más remedio que matar o morir. Por otro lado, también todos y cada uno de los días que nos vimos se dedicó a quererme cobrar lo de “la deuda histórica” y no hubo razonamiento alguno que lo hiciera entender que yo no le debía nada a nadie. Nunca tuve apoyo de mi jefe el rector porque la consigna en esa escuela era la de “los indígenas primero” (así lo mandan la SEP y el Gobernador) y así entonces, con ese trabajo la oportunidad que realmente tuve fue la de aprender lo que es la discriminación a quienes no somos indígenas en muchas de las instituciones y disposiciones gubernamentales para proteger a “los más débiles”.
Un tiempo después me encontré a mi compañera en la calle, me dijo que también había perdido el trabajo. No quise saber por qué.
PD Ahora que vuelvo a leer mi escrito me estoy dando cuenta que, finalmente, sí pagué algunas letras pendientes de "la deuda histórica". Valga como mi cooperación a la celebración del Bicentenario.
Datos personales
- GUADALUPE OLALDE
- SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, CHIAPAS, Mexico
- MIS LIBROS: Olivos y Acebuches (cuento), Con un padre me basta (novela), Hablarán nuevas lenguas (poesía),Mar de cristal transparente (novela), Muy Intimos Quadernos (novela), Siete casos en busca de un psicólogo
sábado, 28 de agosto de 2010
miércoles, 25 de agosto de 2010
INDIGENAS PARA TURISTAS
No es lo mismo vivir Chiapas como turista que como residente y así es para cualquier otra ciudad del país y del mundo. Por eso hoy, después de andar de turista con mi familia, quiero escribir una historia que he vivido como residente. Digamos que, me gustaría mostrar la otra cara de la moneda. Y como va…
Son las cuatro y media de la tarde. Es el noveno y penúltimo día del “Taller de creación literaria para escritores chiapanecos”; revisamos escritos. Manuela López Méndez ha traducido al español su larguísimo cuento sobre el coyote y el nahual, sobre cuevas y tigres, sobre la historia de San Juan, de San Sebastián, sobre el cazador, San Alonso y los antepasados, y lee para nosotros. La tarde cae sobre los tejados y Manuela empieza a llorar sobre su escrito y se seca las lágrimas con el brazo en la cara y yo pregunto ¿qué te pasa Manuela? Un silencio blanquísimo; luego Manuela arruga los papeles y los tira en el piso. Quiero escribir, me dice, escribir lo que siento aquí adentro metido, no quiero más coyotes ni naguales, ni santos, no quiero escribir más historias del pueblo mío mientras yo siga sintiendo este nudo de tripas que me revienta adentro. Quiero escribir en Español, maestra, como tú, para que todos me entiendan.
Te ants son las palabras mayas que significan mujer, "la mujer". Te ants quiere escribir poesía para decir que la mujer de ahora te ants ta k´ajk´al ini, construye su destino ya smelstsan xkuxinel ta a´tel, en campos de libertad ta banti kolem ta k´inal ya xbejen.
Te ants no trabaja ni vive en lengua maya porque eso no se habla en la ciudad; pero el Centro de Lenguas Indígenas del Gobierno Estatal y Nacional le paga su salario para que escriba palabras floridas nichimal k´op, en una lengua que no se puede dejar morir. El marido de te ants no quiere morir de hambre ni estar a la merced de la sequía y por eso se viste con pantalón de manta, sombrero de listones, bastón de mando, chuj de lana y se convierte en personaje de la historia del pueblo y la historia del pueblo es escenario de un teatro alucinante al que la paga también llega en dólares porque la comunidad internacional no quiere dejar que se muera la historia. Te ants escribe en maya y llora en español. ¿En qué lengua te bullen las palabras dentro de tu corazón, mujer?
Los hijos de te ants no quieren ser agricultores ni cantores de leyendas orales, quieren ser comerciantes con grandes camionetas y no quieren hablar maya aunque te ants les insiste: si no, mañana no viviremos me mo´oje ok´ome, la lengua de nuestros antepasados nos resguarda del frío, de los dolores del hambre; hablemos lengua maya, hijos, vistámonos con fajas, enredos y listones para que no se apague el sol yo´k´uxi mu xtupo sat li jtotike, para que no se destruya nuestro universo yo´mu xlaj li osil balamile.
El hijo de te ants compra música en inglés con la paga de dólares y va contento a la fiesta every day I feel you yo´mu xlaj li osil balamile para que no se destruya su universo y Manuela llora con la cara sobre la mesa y las manos entre el pelo mientras dice que quiere hablar de lo que trae adentro y quiere que los demás lo lean y se enteren y quiere ser escritora de a de veras. Cae la noche. Todos se han ido. Manuela recoge sus papeles del piso, los desarruga al plancharlos con la mano, los guarda entre sus libros. Se ha secado las lágrimas, las indias no sufren, ya están acostumbradas.
Son las cuatro y media de la tarde. Es el noveno y penúltimo día del “Taller de creación literaria para escritores chiapanecos”; revisamos escritos. Manuela López Méndez ha traducido al español su larguísimo cuento sobre el coyote y el nahual, sobre cuevas y tigres, sobre la historia de San Juan, de San Sebastián, sobre el cazador, San Alonso y los antepasados, y lee para nosotros. La tarde cae sobre los tejados y Manuela empieza a llorar sobre su escrito y se seca las lágrimas con el brazo en la cara y yo pregunto ¿qué te pasa Manuela? Un silencio blanquísimo; luego Manuela arruga los papeles y los tira en el piso. Quiero escribir, me dice, escribir lo que siento aquí adentro metido, no quiero más coyotes ni naguales, ni santos, no quiero escribir más historias del pueblo mío mientras yo siga sintiendo este nudo de tripas que me revienta adentro. Quiero escribir en Español, maestra, como tú, para que todos me entiendan.
Te ants son las palabras mayas que significan mujer, "la mujer". Te ants quiere escribir poesía para decir que la mujer de ahora te ants ta k´ajk´al ini, construye su destino ya smelstsan xkuxinel ta a´tel, en campos de libertad ta banti kolem ta k´inal ya xbejen.
Te ants no trabaja ni vive en lengua maya porque eso no se habla en la ciudad; pero el Centro de Lenguas Indígenas del Gobierno Estatal y Nacional le paga su salario para que escriba palabras floridas nichimal k´op, en una lengua que no se puede dejar morir. El marido de te ants no quiere morir de hambre ni estar a la merced de la sequía y por eso se viste con pantalón de manta, sombrero de listones, bastón de mando, chuj de lana y se convierte en personaje de la historia del pueblo y la historia del pueblo es escenario de un teatro alucinante al que la paga también llega en dólares porque la comunidad internacional no quiere dejar que se muera la historia. Te ants escribe en maya y llora en español. ¿En qué lengua te bullen las palabras dentro de tu corazón, mujer?
Los hijos de te ants no quieren ser agricultores ni cantores de leyendas orales, quieren ser comerciantes con grandes camionetas y no quieren hablar maya aunque te ants les insiste: si no, mañana no viviremos me mo´oje ok´ome, la lengua de nuestros antepasados nos resguarda del frío, de los dolores del hambre; hablemos lengua maya, hijos, vistámonos con fajas, enredos y listones para que no se apague el sol yo´k´uxi mu xtupo sat li jtotike, para que no se destruya nuestro universo yo´mu xlaj li osil balamile.
El hijo de te ants compra música en inglés con la paga de dólares y va contento a la fiesta every day I feel you yo´mu xlaj li osil balamile para que no se destruya su universo y Manuela llora con la cara sobre la mesa y las manos entre el pelo mientras dice que quiere hablar de lo que trae adentro y quiere que los demás lo lean y se enteren y quiere ser escritora de a de veras. Cae la noche. Todos se han ido. Manuela recoge sus papeles del piso, los desarruga al plancharlos con la mano, los guarda entre sus libros. Se ha secado las lágrimas, las indias no sufren, ya están acostumbradas.
sábado, 14 de agosto de 2010
LA SUSTANCIA DE LA OBSCURIDAD
El lenguaje está para servirnos a nosotros, no nosotros al lenguaje.
Como mi instrumento de trabajo es el lenguaje, como soy experta en “lengua española”, las personas muchas veces me preguntan que qué será lo correcto, si obscuro u oscuro, si substancia o sustancia y que por qué no se escriben Sicología y Siquiatría así simplemente, si en realidad de ese modo lo pronunciamos. La verdad es que yo no sé qué será lo correcto porque realmente le decimos correcto a lo que más se usa; aquí en la ciudad donde vivo, por ejemplo, lo correcto es decir ni modos en vez de ni modo, pero también aquí decimos Chiapas y no Chapas como en el resto del país.
En general los grupos de consonantes y algunos de vocales son de difícil pronunciación y sólo depende de nuestro cuidado el desarrollar la habilidad de pronunciar unos grupos por demás difíciles como el de Popocatépetl y, ¿qúe decir del monstruo?, con cuatro consonantes juntas resulta una monstruosidad de palabra. Sin embargo, ponemos cuidado, porque hablar bien da prestigio social y nos hace miembros de una comunidad de hablantes.
Así, si los alumnos escuchan al maestro que pronuncia concecto en vez de concepto pues ya no lo respetan tanto, ya no le confieren tanta autoridad. Igual pensamos aquí mal de los que pronuncian Chapas por Chiapas; como aquí le ponemos cariño a la pronunciación lo hacemos correctamente y no nos detenemos a pensar que Chapas y el concecto son lo más fácil de pronunciar.
El hecho de que estemos acostumbrados a pronunciar no hace a las palabras fáciles y accesibles y por eso la ley del mínimo esfuerzo las va simplificando; así, primero se oye mal y se ve mal, pero poco a poco la forma complicada hasta dará risa. Recuerdo cómo mi abuelo se enojaba con nosotros, sus nietos, porque decíamos así en vez de ansina y nosotros nos moríamos de risa, a él no le importaba, se quedaba quejándose de lo mal que hablan los mexicanos de este tiempo.
Pero, hoy por hoy, en este nuestro tiempo, pues todavía podemos ver con malos ojos lo del concecto chapaneco.
miércoles, 11 de agosto de 2010
EL GOZO DE JUBILARSE
En este país, en otros tiempos, era bastante bueno jubilarse porque eso no significaba quedarse en la ruina por no trabajar; pero la situación fue cambiando y ahora verdaderamente la jubilación es un castigo para quien trabajó toda su vida en un lugar, para quien fue profesor universitario, para quien atendió enfermos, para quien dedicó el mejor esfuerzo de su vida productiva a cualquier institución. Y estoy hablando de instituciones gubernamentales, porque las jubilaciones de empresas privadas simplemente no existen.
En otro países (hablo de Primer Mundo, por supuesto) la tercera edad puede ser muy disfrutable porque ya no hay que trabajar con horarios y exigencias y además las pensiones de jubilación son hasta mejores que los sueldos de los que sí trabajan, así es que en este momento pienso que realmente me habría ido mejor siendo española, francesa o italiana, pero aquí me tocó vivir y sigo creyendo que algo es lo que puedo y debo hacer por este país. Cada vez me convenzo más de que mi tarea es hablar y escribir y quiero suponer que ese es mi grano de arena.
El latín jubilare significaba lanzar gritos de júbilo, de gozo. Del siglo XIII viene la palabra jubileo, que proviene del latín y se refiere a la solemnidad judía celebrada cada cincuenta años; con ocasión de ella no se sembraba ni se segaba, todos los predios vendidos volvían a su antiguo dueño y los esclavos recobraban su libertad. Era el tiempo del gozo. De allí mismo, en el siglo XV aparece la palabra jubilar: alcanzar la jubilación, que significa regocijarse, alegrarse por la satisfacción del que ya no ha de trabajar.
Por lo menos, entonces, ya no debería llamarse jubilación a este desempleo obligado que causa angustia a tantas personas que conozco y que no conozco, que trabajan para empresas privadas o para el Gobierno. Y en la tercera edad de los mexicanos, ¿cuándo entonces será eso del tiempo del gozo?, porque hay muchos que ni derecho a jubilación tienen, o sea, que el día que no trabajan no comen, aunque tengan 80 años.
Lamento mucho no poder hacer nada más por este país, lamento mucho también sufrir lo que aquí pasa porque no me tocó nacer en otra parte, quisiera como todos los turistas que veo en mi ciudad en este verano, cantar a todo pulmón México lindo y querido con los mariachis, comprar una bandera mexicana para mi casa y seguir mi paseo de dos o tres semanas sintiendo de corazón que éste es un país hermoso donde les gustaría vivir.
En otro países (hablo de Primer Mundo, por supuesto) la tercera edad puede ser muy disfrutable porque ya no hay que trabajar con horarios y exigencias y además las pensiones de jubilación son hasta mejores que los sueldos de los que sí trabajan, así es que en este momento pienso que realmente me habría ido mejor siendo española, francesa o italiana, pero aquí me tocó vivir y sigo creyendo que algo es lo que puedo y debo hacer por este país. Cada vez me convenzo más de que mi tarea es hablar y escribir y quiero suponer que ese es mi grano de arena.
El latín jubilare significaba lanzar gritos de júbilo, de gozo. Del siglo XIII viene la palabra jubileo, que proviene del latín y se refiere a la solemnidad judía celebrada cada cincuenta años; con ocasión de ella no se sembraba ni se segaba, todos los predios vendidos volvían a su antiguo dueño y los esclavos recobraban su libertad. Era el tiempo del gozo. De allí mismo, en el siglo XV aparece la palabra jubilar: alcanzar la jubilación, que significa regocijarse, alegrarse por la satisfacción del que ya no ha de trabajar.
Por lo menos, entonces, ya no debería llamarse jubilación a este desempleo obligado que causa angustia a tantas personas que conozco y que no conozco, que trabajan para empresas privadas o para el Gobierno. Y en la tercera edad de los mexicanos, ¿cuándo entonces será eso del tiempo del gozo?, porque hay muchos que ni derecho a jubilación tienen, o sea, que el día que no trabajan no comen, aunque tengan 80 años.
Lamento mucho no poder hacer nada más por este país, lamento mucho también sufrir lo que aquí pasa porque no me tocó nacer en otra parte, quisiera como todos los turistas que veo en mi ciudad en este verano, cantar a todo pulmón México lindo y querido con los mariachis, comprar una bandera mexicana para mi casa y seguir mi paseo de dos o tres semanas sintiendo de corazón que éste es un país hermoso donde les gustaría vivir.
sábado, 7 de agosto de 2010
EN UN LUGAR DE LA NUEVA ESPAÑA
A mí los piratas siempre me parecieron personajes fascinantes con aquellos trajes que usaban y viajando en esos barcos, hasta que los vi en Campeche. Y esto de verlos no es un decir, aunque ellos sean del siglo XVII y yo del XXI.
A Campeche fui buscando una ciudad colonial amurallada y eso fue lo que encontré en lo que llamamos hoy “el casco histórico”, que es exactamente lo que entonces fue: hermosas casas de colores, templos antiguos y calles empedradas y perfectamente bien trazadas que terminan en paredes. De frente hasta topar con la muralla, a la izquierda hasta la muralla y a la derecha y hacia atrás, igual. Después sigue el mar que, por cierto, parece no moverse por su oleaje imperceptible; el mar de Campeche es un espejo quieto que refleja nubes, luna y sol.
Los responsables del muro de encierro fueron los piratas, que no eran más que ladrones con barcos, aunque a mí me parecieran hermosos personajes de leyenda. Atacaban a la ciudad por sorpresa y en tumulto con la misma barbarie con la que, años después, los soldados revolucionarios atacaron las haciendas y con el mismo coraje con el que, más años después, las bandas delinquen en nuestras ciudades de hoy. Y entonces arrasaban no sólo con los tesoros comerciales que les interesaban sino con las vidas de quienes no lograban esconderse bien de ellos: casas quemadas, niños muertos, mujeres violadas, terror y destrucción como en cualquier guerra de las que hoy aún vivimos.
De pie, al final de cualquier calle, y frente a la muralla de ocho metros de altura imagino el alivio que la gente de Campeche sentía al ver cómo se levantaban aquellos muros que detendrían al pavor de cualquier noche de piratas, porque a cualquier hora podían sonar las campanas de alguna iglesia que anunciaban ataque y entonces ningún refugio servía.
San Francisco de Campeche era un punto comercial muy importante en la ruta marítima entre el nuevo y el viejo mundo, del puerto partían barcos con preciados tesoros de América como el palo de tinte, originario de la región, además de la plata, el oro, las plumas de quetzal, las maderas preciosas y muchas otras valiosas rarezas del otro lado del mar. Estos cargamentos se hicieron una obsesión para los ladrones del mar. Lorencillo se llamaba el peor pirata y él, como todos, debe haber mostrado orgullosamente en lo alto de su buque la banderita de calavera con espadas y mostró también lo que la ambición puede hacer para llenar barcos enteros de cosas robadas. La ambición desmedida de los bandoleros de antes y de siempre va acompañada de una ira capaz de quemar pueblos enteros con todo y habitantes.
Así entonces, para librarse de los Lorencillos se llevó a cabo el amurallamiento de la ciudad que quedó rodeada de gruesas paredes y ocho baluartes; además contó con los fuertes a la orilla del mar y así tuvo ya puestos de vigilancia, muros de contención, muchos cañones y horribles calabozos para los prisioneros.
Hoy en día todas estas construcciones conforman el tesoro histórico de Campeche: los baluartes albergan arte y cultura al tiempo que exhiben cañones y balas, restos de barcos, mapas de rutas piratas y retratos de los bandoleros. Los fuertes son hermosos escenarios a la orilla del mar y ya ni muros, ni baluartes, ni fuertes son vestigios del miedo. Con el paso del tiempo el miedo terminó y la ciudad amurallada es una joya arquitectónica por ser lo que fue: el recinto de un cotidiano terror.
Ahora los piratas son de luz y sonido y, si en el espectáculo la gente salta por los tronidos de los cañones, es motivo de risa, de entusiasmo. Los piratas trepan los muros y hacen brillar y sonar sus espadas; son graciosos con sus espectaculares trajes y sombreros, con un ojo tapado, con una pata de palo. Nada que ver con la realidad que sólo conocemos de oídas.
También hay un barco pirata para el turismo, grandioso como el de Espronceda:
Yo era turista en Campeche, pero después de esta historia ya no pude disfrutar del barco ni de aquellos piratas de leyenda que nunca había visto tan cerca. Entonces me di cuenta de que ir a Campeche es una buena idea para quienes como yo, a veces piensan que habría sido emocionante vivir hace algunos cientos de años y en la Nueva España, en uno de los más importantes puertos de aquella época y a la orilla del mar más apacible de nuestro país.
A Campeche fui buscando una ciudad colonial amurallada y eso fue lo que encontré en lo que llamamos hoy “el casco histórico”, que es exactamente lo que entonces fue: hermosas casas de colores, templos antiguos y calles empedradas y perfectamente bien trazadas que terminan en paredes. De frente hasta topar con la muralla, a la izquierda hasta la muralla y a la derecha y hacia atrás, igual. Después sigue el mar que, por cierto, parece no moverse por su oleaje imperceptible; el mar de Campeche es un espejo quieto que refleja nubes, luna y sol.
Los responsables del muro de encierro fueron los piratas, que no eran más que ladrones con barcos, aunque a mí me parecieran hermosos personajes de leyenda. Atacaban a la ciudad por sorpresa y en tumulto con la misma barbarie con la que, años después, los soldados revolucionarios atacaron las haciendas y con el mismo coraje con el que, más años después, las bandas delinquen en nuestras ciudades de hoy. Y entonces arrasaban no sólo con los tesoros comerciales que les interesaban sino con las vidas de quienes no lograban esconderse bien de ellos: casas quemadas, niños muertos, mujeres violadas, terror y destrucción como en cualquier guerra de las que hoy aún vivimos.
De pie, al final de cualquier calle, y frente a la muralla de ocho metros de altura imagino el alivio que la gente de Campeche sentía al ver cómo se levantaban aquellos muros que detendrían al pavor de cualquier noche de piratas, porque a cualquier hora podían sonar las campanas de alguna iglesia que anunciaban ataque y entonces ningún refugio servía.
San Francisco de Campeche era un punto comercial muy importante en la ruta marítima entre el nuevo y el viejo mundo, del puerto partían barcos con preciados tesoros de América como el palo de tinte, originario de la región, además de la plata, el oro, las plumas de quetzal, las maderas preciosas y muchas otras valiosas rarezas del otro lado del mar. Estos cargamentos se hicieron una obsesión para los ladrones del mar. Lorencillo se llamaba el peor pirata y él, como todos, debe haber mostrado orgullosamente en lo alto de su buque la banderita de calavera con espadas y mostró también lo que la ambición puede hacer para llenar barcos enteros de cosas robadas. La ambición desmedida de los bandoleros de antes y de siempre va acompañada de una ira capaz de quemar pueblos enteros con todo y habitantes.
Así entonces, para librarse de los Lorencillos se llevó a cabo el amurallamiento de la ciudad que quedó rodeada de gruesas paredes y ocho baluartes; además contó con los fuertes a la orilla del mar y así tuvo ya puestos de vigilancia, muros de contención, muchos cañones y horribles calabozos para los prisioneros.
Hoy en día todas estas construcciones conforman el tesoro histórico de Campeche: los baluartes albergan arte y cultura al tiempo que exhiben cañones y balas, restos de barcos, mapas de rutas piratas y retratos de los bandoleros. Los fuertes son hermosos escenarios a la orilla del mar y ya ni muros, ni baluartes, ni fuertes son vestigios del miedo. Con el paso del tiempo el miedo terminó y la ciudad amurallada es una joya arquitectónica por ser lo que fue: el recinto de un cotidiano terror.
Ahora los piratas son de luz y sonido y, si en el espectáculo la gente salta por los tronidos de los cañones, es motivo de risa, de entusiasmo. Los piratas trepan los muros y hacen brillar y sonar sus espadas; son graciosos con sus espectaculares trajes y sombreros, con un ojo tapado, con una pata de palo. Nada que ver con la realidad que sólo conocemos de oídas.
También hay un barco pirata para el turismo, grandioso como el de Espronceda:
Con diez cañones por banda,
viento en popa a toda vela,
no corta el mar, sino vuela,
un velero bergantín…
Yo era turista en Campeche, pero después de esta historia ya no pude disfrutar del barco ni de aquellos piratas de leyenda que nunca había visto tan cerca. Entonces me di cuenta de que ir a Campeche es una buena idea para quienes como yo, a veces piensan que habría sido emocionante vivir hace algunos cientos de años y en la Nueva España, en uno de los más importantes puertos de aquella época y a la orilla del mar más apacible de nuestro país.
miércoles, 4 de agosto de 2010
LA SILLA DE BRAZOS
Iré a Palenque. Próximamente tendré visitas e iremos a Palenque porque Chiapas sin Palenque, para mí, es como no haber viajado. Siempre que voy a Palenque lo hago en auto o en autobús y siempre también recuerdo con cariño a Stephens, un hombre al que conocí en sus libros de relatos y cuando conozco y quiero a alguien a través de sus escritos éste se convierte en mi amigo íntimo. Por eso es que pienso en él: un explorador estadunidense que, a mediados del siglo pasado, recorrió regiones de México y América Central y describió las ruinas mayas que aún nos asombran. John Lloyd Stephens, como yo, se interesó especialmente en Palenque.
Sus narraciones son detalladas, tan detalladas que dejan huella en la memoria del lector porque ¿cómo olvidar que unos expedicionarios en los años 1800 llegaron a las ruinas mayas si actualmente no es precisamente fácil hacerlo?, ¿cómo olvidar las cosas que pasaron? Insectos que se les metían entre carne y uña de los pies y les producían infecciones que les impedían caminar, mosquitos que picaban de día y de noche, serpientes, calor insufrible, selvas vírgenes con todo su encanto y su peligro.
Pero definitivamente, lo que quedó en mi memoria para siempre fue la historia de la “silla de brazos”, que era un medio de transporte hecho para ser cargado sobre la espalda de un indio (por cierto, en el museo de sitio de Palenque hay una reproducción de ella, en memoria de aquellos expedicionarios).
Stephens sentía repugnancia ante la sola idea de tener que subirse a esa silla porque nunca había imaginado que un ser humano pudiera ser cargado por otro como si se tratara de transporte en mula o caballo; sin embargo, Stephens un día se sintió enfermo, se sentía agotado y las fiebres, la fatiga excesiva y el dolor de cabeza lo hicieron usar la silla. El relato es el de una terrible experiencia que aquí transcribo para compartirles algo de lo que hay en mi memoria.
‘’Era una grande e incómoda silla de brazos, unida con tarugos y cuerdas de mecate. El indio que iba a cargarme, como todos los demás, era pequeño, no mayor de cinco pies y siete pulgadas, muy delgado, pero de forma simétrica. Una correa de mecate fue atada a los brazos de la silla, y, tras sentarse, colocó su espalda contra la parte posterior de la silla, ajustó el largo de las cuerdas y suavizó el mecate que atravesaba su frente con una pequeña almohadilla para atenuar la presión. La levantaron dos indios, uno de cada lado, y el cargador se puso en pie, se quedó inmóvil un momento, me arrojó hacia arriba una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y emprendió la marcha con un hombre a cada lado. Esto era un gran alivio, pero podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones de su pecho al respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados de todo el camino. A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual entre los indios cargadores, a medio camino entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis oídos, pero al que nunca antes había sentido tan desagradable.
Mi rostro iba volteado hacia atrás; no podía ver hacia dónde se dirigía, pero observé que el indio de la izquierda retrocedió. Para no aumentar el trabajo, me senté tan quieto como pude; pero a los pocos minutos, al mirar por encima de mi hombro, vi que nos estábamos aproximando al borde de un precipicio de más de diez mil pies de profundidad. Aquí me sentí muy ansioso por bajar; pero no podía hablar inteligiblemente, y los indios no pudieron o no quisieron entender mis señas. Mi cargador avanzaba cuidadosamente, con el pie izquierdo primero, probando si la piedra en donde lo ponía estaba firme y segura antes de poner el otro, y por grados, tras un movimiento particularmente cuidadoso, adelantó ambos pies a medio paso de la orilla del precipicio, se detuvo y lanzó un horrendo silbido con jadeo. Yo subía y bajaba con cada respiración, sentía su cuerpo temblar bajo el mío y sus rodillas parecían ya flaquear. El precipicio era espantoso, y el más leve movimiento irregular de mi parte podría arrojarnos juntos hasta el fondo… Mi temor de que no aguantara o que tropezara era excesivo.
…Pero allí permanecí hasta que me bajó por su propia voluntad. El pobre muchacho estaba bañado en sudor, y cada uno de sus miembros le temblaba. Ya otro estaba listo para levantarme, pero yo ya había tenido suficiente’’
En 1989 el Gobierno del Estado de Chiapas publicó, por primera vez en español una parte de la obra de John Lloyd Stephens: Incidentes de viaje en América Central, Chiapas y Yucatán, publicada por primera vez en Nueva York, 1841.
Sus narraciones son detalladas, tan detalladas que dejan huella en la memoria del lector porque ¿cómo olvidar que unos expedicionarios en los años 1800 llegaron a las ruinas mayas si actualmente no es precisamente fácil hacerlo?, ¿cómo olvidar las cosas que pasaron? Insectos que se les metían entre carne y uña de los pies y les producían infecciones que les impedían caminar, mosquitos que picaban de día y de noche, serpientes, calor insufrible, selvas vírgenes con todo su encanto y su peligro.
Pero definitivamente, lo que quedó en mi memoria para siempre fue la historia de la “silla de brazos”, que era un medio de transporte hecho para ser cargado sobre la espalda de un indio (por cierto, en el museo de sitio de Palenque hay una reproducción de ella, en memoria de aquellos expedicionarios).
Stephens sentía repugnancia ante la sola idea de tener que subirse a esa silla porque nunca había imaginado que un ser humano pudiera ser cargado por otro como si se tratara de transporte en mula o caballo; sin embargo, Stephens un día se sintió enfermo, se sentía agotado y las fiebres, la fatiga excesiva y el dolor de cabeza lo hicieron usar la silla. El relato es el de una terrible experiencia que aquí transcribo para compartirles algo de lo que hay en mi memoria.
‘’Era una grande e incómoda silla de brazos, unida con tarugos y cuerdas de mecate. El indio que iba a cargarme, como todos los demás, era pequeño, no mayor de cinco pies y siete pulgadas, muy delgado, pero de forma simétrica. Una correa de mecate fue atada a los brazos de la silla, y, tras sentarse, colocó su espalda contra la parte posterior de la silla, ajustó el largo de las cuerdas y suavizó el mecate que atravesaba su frente con una pequeña almohadilla para atenuar la presión. La levantaron dos indios, uno de cada lado, y el cargador se puso en pie, se quedó inmóvil un momento, me arrojó hacia arriba una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y emprendió la marcha con un hombre a cada lado. Esto era un gran alivio, pero podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones de su pecho al respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados de todo el camino. A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual entre los indios cargadores, a medio camino entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis oídos, pero al que nunca antes había sentido tan desagradable.
Mi rostro iba volteado hacia atrás; no podía ver hacia dónde se dirigía, pero observé que el indio de la izquierda retrocedió. Para no aumentar el trabajo, me senté tan quieto como pude; pero a los pocos minutos, al mirar por encima de mi hombro, vi que nos estábamos aproximando al borde de un precipicio de más de diez mil pies de profundidad. Aquí me sentí muy ansioso por bajar; pero no podía hablar inteligiblemente, y los indios no pudieron o no quisieron entender mis señas. Mi cargador avanzaba cuidadosamente, con el pie izquierdo primero, probando si la piedra en donde lo ponía estaba firme y segura antes de poner el otro, y por grados, tras un movimiento particularmente cuidadoso, adelantó ambos pies a medio paso de la orilla del precipicio, se detuvo y lanzó un horrendo silbido con jadeo. Yo subía y bajaba con cada respiración, sentía su cuerpo temblar bajo el mío y sus rodillas parecían ya flaquear. El precipicio era espantoso, y el más leve movimiento irregular de mi parte podría arrojarnos juntos hasta el fondo… Mi temor de que no aguantara o que tropezara era excesivo.
…Pero allí permanecí hasta que me bajó por su propia voluntad. El pobre muchacho estaba bañado en sudor, y cada uno de sus miembros le temblaba. Ya otro estaba listo para levantarme, pero yo ya había tenido suficiente’’
En 1989 el Gobierno del Estado de Chiapas publicó, por primera vez en español una parte de la obra de John Lloyd Stephens: Incidentes de viaje en América Central, Chiapas y Yucatán, publicada por primera vez en Nueva York, 1841.
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