Iré a Palenque. Próximamente tendré visitas e iremos a Palenque porque Chiapas sin Palenque, para mí, es como no haber viajado. Siempre que voy a Palenque lo hago en auto o en autobús y siempre también recuerdo con cariño a Stephens, un hombre al que conocí en sus libros de relatos y cuando conozco y quiero a alguien a través de sus escritos éste se convierte en mi amigo íntimo. Por eso es que pienso en él: un explorador estadunidense que, a mediados del siglo pasado, recorrió regiones de México y América Central y describió las ruinas mayas que aún nos asombran. John Lloyd Stephens, como yo, se interesó especialmente en Palenque.
Sus narraciones son detalladas, tan detalladas que dejan huella en la memoria del lector porque ¿cómo olvidar que unos expedicionarios en los años 1800 llegaron a las ruinas mayas si actualmente no es precisamente fácil hacerlo?, ¿cómo olvidar las cosas que pasaron? Insectos que se les metían entre carne y uña de los pies y les producían infecciones que les impedían caminar, mosquitos que picaban de día y de noche, serpientes, calor insufrible, selvas vírgenes con todo su encanto y su peligro.
Pero definitivamente, lo que quedó en mi memoria para siempre fue la historia de la “silla de brazos”, que era un medio de transporte hecho para ser cargado sobre la espalda de un indio (por cierto, en el museo de sitio de Palenque hay una reproducción de ella, en memoria de aquellos expedicionarios).
Stephens sentía repugnancia ante la sola idea de tener que subirse a esa silla porque nunca había imaginado que un ser humano pudiera ser cargado por otro como si se tratara de transporte en mula o caballo; sin embargo, Stephens un día se sintió enfermo, se sentía agotado y las fiebres, la fatiga excesiva y el dolor de cabeza lo hicieron usar la silla. El relato es el de una terrible experiencia que aquí transcribo para compartirles algo de lo que hay en mi memoria.
‘’Era una grande e incómoda silla de brazos, unida con tarugos y cuerdas de mecate. El indio que iba a cargarme, como todos los demás, era pequeño, no mayor de cinco pies y siete pulgadas, muy delgado, pero de forma simétrica. Una correa de mecate fue atada a los brazos de la silla, y, tras sentarse, colocó su espalda contra la parte posterior de la silla, ajustó el largo de las cuerdas y suavizó el mecate que atravesaba su frente con una pequeña almohadilla para atenuar la presión. La levantaron dos indios, uno de cada lado, y el cargador se puso en pie, se quedó inmóvil un momento, me arrojó hacia arriba una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y emprendió la marcha con un hombre a cada lado. Esto era un gran alivio, pero podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones de su pecho al respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados de todo el camino. A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual entre los indios cargadores, a medio camino entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis oídos, pero al que nunca antes había sentido tan desagradable.
Mi rostro iba volteado hacia atrás; no podía ver hacia dónde se dirigía, pero observé que el indio de la izquierda retrocedió. Para no aumentar el trabajo, me senté tan quieto como pude; pero a los pocos minutos, al mirar por encima de mi hombro, vi que nos estábamos aproximando al borde de un precipicio de más de diez mil pies de profundidad. Aquí me sentí muy ansioso por bajar; pero no podía hablar inteligiblemente, y los indios no pudieron o no quisieron entender mis señas. Mi cargador avanzaba cuidadosamente, con el pie izquierdo primero, probando si la piedra en donde lo ponía estaba firme y segura antes de poner el otro, y por grados, tras un movimiento particularmente cuidadoso, adelantó ambos pies a medio paso de la orilla del precipicio, se detuvo y lanzó un horrendo silbido con jadeo. Yo subía y bajaba con cada respiración, sentía su cuerpo temblar bajo el mío y sus rodillas parecían ya flaquear. El precipicio era espantoso, y el más leve movimiento irregular de mi parte podría arrojarnos juntos hasta el fondo… Mi temor de que no aguantara o que tropezara era excesivo.
…Pero allí permanecí hasta que me bajó por su propia voluntad. El pobre muchacho estaba bañado en sudor, y cada uno de sus miembros le temblaba. Ya otro estaba listo para levantarme, pero yo ya había tenido suficiente’’
En 1989 el Gobierno del Estado de Chiapas publicó, por primera vez en español una parte de la obra de John Lloyd Stephens: Incidentes de viaje en América Central, Chiapas y Yucatán, publicada por primera vez en Nueva York, 1841.
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