A Campeche fui buscando una ciudad colonial amurallada y eso fue lo que encontré en lo que llamamos hoy “el casco histórico”, que es exactamente lo que entonces fue: hermosas casas de colores, templos antiguos y calles empedradas y perfectamente bien trazadas que terminan en paredes. De frente hasta topar con la muralla, a la izquierda hasta la muralla y a la derecha y hacia atrás, igual. Después sigue el mar que, por cierto, parece no moverse por su oleaje imperceptible; el mar de Campeche es un espejo quieto que refleja nubes, luna y sol.
Los responsables del muro de encierro fueron los piratas, que no eran más que ladrones con barcos, aunque a mí me parecieran hermosos personajes de leyenda. Atacaban a la ciudad por sorpresa y en tumulto con la misma barbarie con la que, años después, los soldados revolucionarios atacaron las haciendas y con el mismo coraje con el que, más años después, las bandas delinquen en nuestras ciudades de hoy. Y entonces arrasaban no sólo con los tesoros comerciales que les interesaban sino con las vidas de quienes no lograban esconderse bien de ellos: casas quemadas, niños muertos, mujeres violadas, terror y destrucción como en cualquier guerra de las que hoy aún vivimos.
De pie, al final de cualquier calle, y frente a la muralla de ocho metros de altura imagino el alivio que la gente de Campeche sentía al ver cómo se levantaban aquellos muros que detendrían al pavor de cualquier noche de piratas, porque a cualquier hora podían sonar las campanas de alguna iglesia que anunciaban ataque y entonces ningún refugio servía.
San Francisco de Campeche era un punto comercial muy importante en la ruta marítima entre el nuevo y el viejo mundo, del puerto partían barcos con preciados tesoros de América como el palo de tinte, originario de la región, además de la plata, el oro, las plumas de quetzal, las maderas preciosas y muchas otras valiosas rarezas del otro lado del mar. Estos cargamentos se hicieron una obsesión para los ladrones del mar. Lorencillo se llamaba el peor pirata y él, como todos, debe haber mostrado orgullosamente en lo alto de su buque la banderita de calavera con espadas y mostró también lo que la ambición puede hacer para llenar barcos enteros de cosas robadas. La ambición desmedida de los bandoleros de antes y de siempre va acompañada de una ira capaz de quemar pueblos enteros con todo y habitantes.
Así entonces, para librarse de los Lorencillos se llevó a cabo el amurallamiento de la ciudad que quedó rodeada de gruesas paredes y ocho baluartes; además contó con los fuertes a la orilla del mar y así tuvo ya puestos de vigilancia, muros de contención, muchos cañones y horribles calabozos para los prisioneros.
Hoy en día todas estas construcciones conforman el tesoro histórico de Campeche: los baluartes albergan arte y cultura al tiempo que exhiben cañones y balas, restos de barcos, mapas de rutas piratas y retratos de los bandoleros. Los fuertes son hermosos escenarios a la orilla del mar y ya ni muros, ni baluartes, ni fuertes son vestigios del miedo. Con el paso del tiempo el miedo terminó y la ciudad amurallada es una joya arquitectónica por ser lo que fue: el recinto de un cotidiano terror.
Ahora los piratas son de luz y sonido y, si en el espectáculo la gente salta por los tronidos de los cañones, es motivo de risa, de entusiasmo. Los piratas trepan los muros y hacen brillar y sonar sus espadas; son graciosos con sus espectaculares trajes y sombreros, con un ojo tapado, con una pata de palo. Nada que ver con la realidad que sólo conocemos de oídas.
También hay un barco pirata para el turismo, grandioso como el de Espronceda:
Con diez cañones por banda,
viento en popa a toda vela,
no corta el mar, sino vuela,
un velero bergantín…
Yo era turista en Campeche, pero después de esta historia ya no pude disfrutar del barco ni de aquellos piratas de leyenda que nunca había visto tan cerca. Entonces me di cuenta de que ir a Campeche es una buena idea para quienes como yo, a veces piensan que habría sido emocionante vivir hace algunos cientos de años y en la Nueva España, en uno de los más importantes puertos de aquella época y a la orilla del mar más apacible de nuestro país.
¡Ay! Cuando fui a Campeche también pensaba lo mismo. Y mi idea también cambió... sólo que yo pensé que me hubiera gustado vivir en la Nueva España y ser ¡pirata!
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